Cuando la conocí ella atendía una librería de usados de barrio (en la que nadie entraba), tenía unos cuantos años menos que yo y seis meses de un embarazo que tardé casi dos horas en notar de tan flaca que era. Ese día pasamos la tarde entera leyendo una a una toda una caja de postales antiguas que vendían (excepto las que estaban en ruso) y charlando. Compré bastantes y me invitó a que volviera cuando pasara cerca.
Esa mañana un amigo me mandó un poema que tenía como título su nombre. Después de despedirnos entré a otra librería y abrí al azar La broma de Kundera (no pensaba comprarlo así como no pienso leerlo) y lo primero que leí fue también su nombre.
Volví unas cuantas veces con chocolates o saludos. Una vez leía a Wilde y no se enganchaba, yo tenía mis hipótesis pero pocas ganas de hablar de literatura así que el tema pasó rápidamente a nombres de bebé, yo insistía en Bautista (como siempre). Otra vez leía una pésima traducción de Othello.
Un día fui y la librería estaba cerrando, ella ya no trabajaba y el dueño me dio el teléfono sin que yo lo pidiera. ¿Qué hacer con ese papel? Y se perdió entre tantos otros.
Ayer esperaba que se desocupara un probador con una pila de polleras en la mano y me puse a jugar con un bebé que sostenía el padre en una de esas sillas-mochilas. Cuando salió la madre del probador era ella.
Pensé que nunca iba a volver a encontrarte, dijo.
Ahora tengo otra vez un papel con un teléfono. La certeza de que va a perderse de nuevo entre tantos otros. Y una gran pregunta sobre la naturaleza de estos encuentros con la gente, cruces.